¿De las manos humanas a las manos de Dios?
Durante más de doce horas, Cristo había estado en manos de los hombres. Había advertido a sus discípulos que «el Hijo del Hombre será entregado en manos de los hombres, y le matarán» (Mateo 17:22-23). A esto se refirieron los ángeles en la mañana de la resurrección, diciendo a las mujeres: «No está aquí, sino que ha resucitado; acordaos de lo que os habló cuando aún estaba en Galilea, diciendo: Es necesario que el Hijo del Hombre sea entregado en manos de hombres pecadores y sea crucificado, y que al tercer día resucite» (Lucas 24:6-7). Esto recibió su cumplimiento cuando el Señor Jesús se entregó a los que vinieron a arrestarlo en el Jardín.
Cristo podría haber evitado fácilmente el arresto. Todo lo que tenía que hacer era dejar a los oficiales de los curas postrados en el suelo y alejarse en silencio. Pero no lo hizo. La hora señalada había llegado. El momento en que debía someterse a ser llevado como un cordero al matadero había llegado. Y se entregó en «las manos de los pecadores».
Es bien sabido cómo lo trataron; aprovecharon al máximo su oportunidad. Dieron rienda suelta al odio del corazón carnal hacia Dios. Con «manos malvadas» (Hechos 2:23) lo crucificaron. Pero ahora todo ha terminado. El hombre ha hecho lo peor. La cruz ha sido soportada; la obra encomendada ha terminado.
Voluntariamente el Salvador se entregó en las manos de los pecadores, y ahora, voluntariamente entrega su espíritu en las manos del Padre. Nunca más estará en las «manos de los hombres». Nunca más estará a merced de los malvados. Nunca más sufrirá la vergüenza. Se entrega en las manos del Padre, y el Padre ahora cuidará de sus intereses. Tres días después el Padre lo levantó de la muerte.
Cuarenta días después el Padre lo exaltó por encima de todos los principados y potestades y de todo nombre que se nombra, y lo puso a su derecha en los cielos. Y allí se sienta ahora en el trono del Padre (Apocalipsis 3:21), esperando que sus enemigos se conviertan en su escabel.